El amor derramado

Tomemos una línea de conducción: un circuito de tuberías, depósitos y bombas que recoge un fluido y lo distribuye entre distintos puntos. Supongamos que esa instalación tiene, inevitablemente, algunas fugas. Pueden ser pequeñas y pasar temporalmente inadvertidas. O pueden ser enormes y restañarse tarde. En ambos casos, a corto o largo plazo, el sistema sólo continuará lleno si se le restituye el líquido derramado. De otro modo, está condenado al agotamiento.

Esto, que en fontanería resulta tan obvio, se oscurece en cuanto nos adentramos en las frondas de las relaciones personales. Sin embargo, la dinámica que conduce al vaciado es igual de simple. Lo que quizá no sean tan reconocibles son las formas que adoptan esas fugas, los resquicios por los que el amor se filtra y se derrama.
 

De la pura observación –como de costumbre, pues no en vano Las uñas negras es una atalaya de la realidad y Pepa, una mirona– se infiere la descripción que sigue:

En una línea de conducción de amor, el deterioro de las cañerías y las subsiguientes pérdidas de fluido suelen producirse por una permisividad flagrante de cada quien consigo mismo –incurriendo en excesos de familiaridad en el peor sentido, esto es, dando rienda suelta a cualquier impulso sin importar su repercusión en otros– que proviene de eludir la responsabilidad sobre sí y que se traduce en un conflicto incesantemente renovado. Aquí se van abriendo grietas paralelas: la culpabilización, el reproche perpetuo, el sentimiento de deuda y la convicción de ser acreedores de una compensación, que dan paso a exigencias sin fundamento de derecho. Cuanto más se alargue esta agonía, más bagaje indeseado se acumula: decepciones, rencores, escarmientos se amontonan y se nos ofrecen como un aval perverso para nuevas reivindicaciones, amonestaciones y reclamaciones. Un auténtico serpentín. Una sangría.

¿Qué nos impide reponer ese amor que borbotea por grifos y juntas? Nuestra dificultad cada vez mayor para comunicarnos. Nuestras creencias tácitas contrapuestas, conscientes pero contrarias o, peor aún, ni siquiera revisadas. El hatillo de emociones distorsionadoras que hemos ido atesorando. Una querencia por la confusión, no sé bien si innata, fruto de la pereza o bien del interés a río revuelto...–. Por encima de todo, nos batimos contra un enemigo implacable: una noción torcida y ñoña del amor, que ensalza sus aspectos debilitantes y venenosos, mientras que repudia los fortalecedores.

Si usted se reconoce en uno o más de estos puntos, corra y hágase con un rollo de cinta selladora y proceda a reparar segmento por segmento su circuito. Después, pacientemente, insúflele tanto amor como se haya desparramado. Para acabar, compruebe que la presión sea la óptima.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Yo soy buena persona

La mujer barbuda

Invectiva contra padres lacrimosos