Con el mamut a cuestas

El mamut está. Todavía. Allí. Igual que el afamado dinosaurio.

El mamut desfonda el colchón; impide que entre la luz por las ventanas; devora sin remilgos ni medida los geranios, los jazmines, el helecho y hasta el mismísimo acebo espinoso –que encima es una especie protegida–.

¿Cómo? ¿Y no hacemos nada? ¡Claro que sí! Ignorarlo. ¿Qué mamut? ¿Qué colmillos? ¿Qué trompa? ¿Qué ocho toneladas? Lo llevamos a cuestas y fingimos que ni abulta ni estorba.

Ante una realidad tan enfadosa que resulta inaceptable
hay un sinnúmero de respuestas posibles. De entre todas, se ve que al ser humano la negación se le antoja la más socorrida. Créanlo o no, el omnipotente animal racional resuelve situaciones complejas y acuciantes recurriendo a un truco de lo más barato: hace como si no existiesen. Confía en que aquello que no se reconoce ni se nombra desaparece. Que deja de estar todavía allí. Que ni siquiera estuvo allí jamás.

Al revés, confía también en que se haga realidad lo que se nombra mucho. Y se le van los días en afirmar con convicción aquello que no es, en repetirlo hasta la extenuación, en proclamarlo, en imponer a otros como real ese deseo suyo. Cuando son muchos quienes se conjuran en la reiteración de uno de estos eslóganes –abracadabra con vocación de verdad inmutable–, obtenemos la vox populi
, una magnífica tormenta de arena que oculta y confunde lo que es y lo que no.


Sigamos, pues, renegando del mamut con que cargamos. Invoquemos la sólida entidad de cosas que no existen. Neguemos y afirmemos sin un norte. Continuemos haciéndonos trampa. Perpetuemos nuestra debilidad –lo que me gusta, existe; lo que me irrita, no–. Capaces como somos de crecer, empequeñezcámonos hasta la extinción. Nuestros mamuts se extinguirán también, definitivamente, con nosotros.


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