Me lo confiesa con impunidad, aplomo y evidente coquetería: “Yo soy muy buena persona. Se lo debo a mi padre, que también es muy buena persona”. Me muerdo la lengua antes de añadir burlona: “Y él al suyo, ¿verdad?, que era como vosotros muy buena persona”. No hace falta, se basta solo: “Es que en mi familia todos somos muy buenas personas”. Sea por el solsticio o por los años que hace que lo conozco, me da pereza enzarzarme en una discusión cómica sobre lo ridículo e ingenuo de su afirmación, en la que late mucho más de lugar común que de vanidad. Enseguida se pondría digno creyendo que le cuestiono la que él considera su mejor virtud, su herencia más preciada: “¿Cómo que no somos buenas personas?”. Y en lo que atañe al supuesto honor familiar, no hay humor que valga. Así que me callo, esbozo una sonrisa escéptica, relleno las tazas de café y pasamos a hablar de otra cosa. Más tarde, horas después de su partida, el ataque de risa contenido reaparece y le doy rienda suelta.
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