Por el camino breve
Un cuento de Ruth Vilar
(Quimera. Revista de Literatura, nº 396)
Para
Ramón y para sus hermanos y hermanas.
En
especial, para Manolo.
A
los tres años el niño aprendía del padre –cuyos maestros no
habían sido otros que el trabajo temprano y la fatalidad sin
aspavientos– a recitar de corrido la ristra de las preposiciones:
“a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia,
hasta, para, por, según, sin, so, sobre, tras”. Mediaban los
setenta. Ambos vivían en los arrabales del mismo pueblo chico donde
ahora yo escribo.
Ante
la fachada orientada al noreste de esta casa nuestra –la más alta
de este barrio, el más hondo– se arrellanan los huertos en
terraza, escalonados, fértiles, con trajín y bosques de cañas en
verano, con calma y brasas que calienten la comida en invierno, con
frutales y olivos, caracoles y gatos, con “buenos días”
cordiales y a voz en cuello, con la inquietud incesante por el
tiempo: un ojo en el hoyo, la semilla, la mata, y el otro vuelto
arriba, hacia el cielo circular y mudable, inclemente y pródigo.
Bajo
los cimientos que nos amarran la casa a tierra, corre el agua. En el
fondo del barrio del Molino, cuenco magnífico de sol y golondrinas,
se remansa siempre su poquito de agua. Lo más secreto y preciado de
cada vecino –sus alegrías, dolores y sueños– se empapa de esa
agua y se disuelve en ella como un azucarillo.
Cabe
el barrio está el molino del que tomó su nombre. Por un camino
breve, flanqueado de chumberas y encinas, llegamos a la era delantera
–pim, pom, fuera– donde en tiempos se batía el cereal para
forraje. Encontramos la puerta del molino tapiada, aunque hay quien
dice que adentro siguen, inmóviles, las muelas –la piedra solera y
la volandera–. Perdieron su sentido y la misma riera que las movía
se quedó seca. ¿Decadencia, decrepitud, ruina o transcurso
corriente de la historia? También a mí, hortelana de frases, me
inquieta incesantemente el tiempo: un ojo en el presente circular y
mudable, convulso y plácido; el otro en un pasado con la fachada
ciega, pero que intuyo intacto detrás de los ladrillos del olvido; y
aún otro ojo más puesto en lo venidero, lo quizá inminente, que ya
se adivina en el ayer y el hoy pues en ellos ha de tener su origen.
La escritura multiplica los ojos.
Con
el chaparrón se alborotan las ranas que pueblan las pozas de la
riera seca y saludan a sus hermanas de las albercas de los huertos.
“¡Qué buen tiempo hace hoy!”, se croan entre sí a voz en
cuello. Corramos de regreso bajo el agua impetuosa y croemos en
presente de indicativo absoluto, sacudiéndonos por un instante las
inquietudes existenciales. Unámonos a las ranas en un coro absurdo,
circense, feliz.
Contra
el muro noroeste de casa solía descansar las ramas un laurel. Sus
hojas –que murmuraban mecidas por el viento y bajo lluvias como
ésta exhalaban un intenso perfume– aderezaban los guisos de las
cazuelas y ollas de toda la manzana. En el hueco del árbol arrancado
crece ahora una ausencia invisible: ¡qué soledad, la de la brisa y
las lentejas!
De
aquellos años en que las dos muelas hoy emparedadas reducían el
grano a polvo, ¿qué queda? La memoria. Una colección imaginaria de
mapas cronológicos trazados en papel cebolla –un pliego distinto
para cada época–, que el recuerdo superpone o emborrona a su
antojo. Si pudiésemos contemplar esa amalgama cartográfica, en ella
se nos amontonarían: los campos y más campos, los montes
circundantes, la riera caudalosa; esas primeras casas de allá por
los sesenta y las que las siguieron; la manzana acabada y compacta,
asentada como un desafío donde antes no había nada más que
cultivos y cielo; una escritora que garabatea hojas y hojas en el
cuartito que corona la isla.
Desde
el labio del cuenco, los dueños de las casas de abolengo
–encaramadas a esa grupa de asno sobre la que cabalga el pueblo
viejo– contemplaron con estupor la eclosión de este barrio
pequeño, redondo, prieto y fresco como una col lombarda. El heredero
del terruño fue vendiéndolo a trozos y los colonos –con más
voluntad que pericia, con más hambre de un techo que remilgos– se
hundían hasta el corazón en su flamante solar fangoso. Piedra a
piedra, domingo a domingo, lo convertían en un hogar decente. La
nuestra es una de esas casas de cuño urgente, mi casa
de la escritura.
“Mis libros salen de esta casa”, así hablaba Marguerite Duras y
no mentía.
En
la nubada del horizonte, al noroeste, se recorta la silueta del monte
mordido. Con su sola presencia aplomada y calmosa es custodio y
advertencia de una verdad sencilla: que en mitad de la actividad
frenética y urgente siempre yace algo inmutable. Que en el centro
preciso de cuanto gira –la rueda del molino, el desasosegado
corazón de los hombres– existe un punto estable cuya quietud,
lejos de ser pasiva, resulta vital: se trata del eje.
Entre
dos caminos, el que bordea los huertos y el que linda con los pinos,
se apiña el barrio entero, una manzana tupida en la que convivimos
una docena escasa de familias. ¿Son distintos caminos o mitades de
uno? Si hasta el Sena se abre en dos brazos para acunar mejor a la
Isla de la Cité ¿por qué no iba a dignarse a hacer lo mismo el
modesto Camino del Molino?
Hacia
el pueblo se subía en los años sesenta por una especie de
terraplén, que más parecía un torrente que un camino de cabras.
Por allí, en un carro de mano, bajaban los colonos su carga de
ladrillos y mortero hasta esa obra, a la que encomendaban el curso de
la vida propia y la de los suyos. A la orilla de aquella pendiente
corría un riachuelo pestilente de aguas negras. Todavía no llegaban
tan abajo las alcantarillas, como tampoco llegaban ni el alumbrado ni
el basurero.
Hasta
que por fuerza tuvieron que llegar y en adelante pareció que siempre
había sido así. Todo cambia. La rueda del molino se detiene. Un
barrio brota súbito y apretado en lo que fueron tierras laborables.
Todo cambia, aunque no suela hacerlo con mansedad y de grado. Todo
cambia cuando no hay remedio, porque la vida empuja para abrirse paso
y por mucho que prolifere la mala hierba de la nostalgia, los
esquejes del porvenir enraízan más hondo y enraman más alto y dan
frutos mayores e infinitos.
Para
sus adentros cada edificio tiene –grande o chiquitito– un patio
interior. A pesar de los muros que delimitan nuestros patios
contiguos, en todos se respira un mismo aire de intimidad. Los
vecinos compartimos charlas casuales de ventana a ventana, aparente
ignorancia de los tumultos domésticos ajenos, un platillo de
resquemores mutuos y, enseguida que amaine, un paisaje común: la
danza olorosa y aérea de la ropa tendida.
“Por
el camino breve, camino breve, que va al molino” canturreo con
permiso de Carmelo Larrea y tiendo yo también en el terrado una
colada de pañuelos de colores que ondearán como banderolas
festivas. Porque el camino es breve, tanto si escribo sobre esta
vereda de tierra y gravilla bañada por un sol que reaparece y
abrillanta el mundo recién lavado, como si me refiero –con
metáfora gastada y aun así cierta– a la vida. Y así el molino
–real o figurado– en el que desemboca este sendero y cuya puerta
nos resulta provisionalmente infranqueable bien podría hallarse
repleto de grano y de sentido. Aunque igual podría estar
desmantelado, horadado, hundido, un agujero negro oculto entre las
cuatro paredes gruesas.
Según
este temperamento mío –lento y tenaz, de piedra molinera– mi
escritura ha encontrado acomodo en esta casa, en los gorjeos y la
brisa del balcón interior, en el recogimiento luminoso del cuarto
volandero. Las palabras se han procurado aquí un hogar donde jamás
mostrarse perezosas o esquivas. Las preposiciones están a cuerpo de
reinas.
Sin
fondo cierto, la bóveda celeste se aparece a su vez como un cuenco
invertido. Rebosa de azul limpio, de nubes que se desbandan dibujando
signos indescifrables, de luz espléndida y cambiante que va
anunciando las horas del día. Con el atardecer derrama un almíbar
tenue que es rosado y naranja. De noche es acerico de incontables
alfileres estrellados. Cuando la preside la luna llena, la oscuridad
se viste de blanco metálico, sigilosa hoja de cuchillo.
So
capa de cuento sin tensión narrativa, de abanico de estampas de la
vida rural, arrumbo en la alacena del barrio del Molino –que
llegada la cosecha atestarán las conservas de tomate y sanfaina–
este tarro de memoria en escabeche.
Sobre
el barrio despliega las alas una insólita garza real que antaño
perdió la bandada y el rumbo y confundió las pozas con pantanos –se
equivocaba, se equivocaba–. Alguien montó un criadero de
avestruces y había que ver el jolgorio vecinal que se armaba para
devolverlas al cercado cada vez que se escabullían. Otro llenó su
alberca de peces tropicales. Los niños se paseaban a lomos de una
burra con nombre de mujer sofisticada. En noches de verano como ésta
los jabalíes asoman el hocico y gruñen tan campantes. Mis temores
en lo que atañe a la verosimilitud del relato se han desvanecido
desde que vivo aquí.
Tras
años y más años –arracimados en lustros, amontonados en décadas,
en puertas de cumplirse el medio siglo– los que fueron un día
denodados colonos, artífices de un barrio entonces imprevisto y hoy
sólido, han echado raíces hondas y ramas altas, han estallado en
hojas, flores y frutos. Algunos, como el laurel fantasma, crecen ya
invisibles, en ausencia. Todo
cambia. Hasta
las preposiciones se han multiplicado con el paso del tiempo: “a,
ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, durante, en, entre, hacia,
hasta, mediante, para, por, según, sin, so, sobre, tras, versus y
vía”.
¿Quién y dónde estará recitándolas ahora en ristra, con amor y
de corrido?
Collage de Pepa Pertejo
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