Removeremos tierra, carbón y tinta. Someteremos a puños las ideas. ¿Qué material no cederá, si no cejamos? Nos quedarán, ése es el precio, las uñas negras.
Me lo confiesa con impunidad, aplomo y evidente coquetería: “Yo soy muy buena persona. Se lo debo a mi padre, que también es muy buena persona”. Me muerdo la lengua antes de añadir burlona: “Y él al suyo, ¿verdad?, que era como vosotros muy buena persona”. No hace falta, se basta solo: “Es que en mi familia todos somos muy buenas personas”. Sea por el solsticio o por los años que hace que lo conozco, me da pereza enzarzarme en una discusión cómica sobre lo ridículo e ingenuo de su afirmación, en la que late mucho más de lugar común que de vanidad. Enseguida se pondría digno creyendo que le cuestiono la que él considera su mejor virtud, su herencia más preciada: “¿Cómo que no somos buenas personas?”. Y en lo que atañe al supuesto honor familiar, no hay humor que valga. Así que me callo, esbozo una sonrisa escéptica, relleno las tazas de café y pasamos a hablar de otra cosa. Más tarde, horas después de su partida, el ataque de risa contenido reaparece y le doy rienda suelta.
¡Para no tener trabajo –como decía nuestra JOVEN ya olvidada–, aquí se trabaja cada día! No crean que se pasea arriba y abajo, amenazador, rotundo, autoritario, un jefe. Tiene cada quien sus propias obligaciones adquiridas, dictadas por la necesidad, y aunque a todas las anima un fin artístico, no todas son artísticas a priori. Las necesidades prosaicas del teatro y de quienes participan en la creación monopolizan una porción de la jornada: contratación, reservas, papeleo administrativo ineludible y árido, contacto con teatros y programadores a quienes puedan interesar nuestras obras, con compañías que desean exhibir aquí las suyas, búsqueda de patrocinio y mecenazgo… La palabra mecenas trae resonancias antiguas de generosidad y prestigio. Hubo en algún lugar personas acaudaladas que juzgaron deseable contribuir a que otros creasen. Sigue habiendo mecenas –aunque cueste dar con ellos, existen– y la suya es una labor no sólo loable sino recomendable porque tiene enormes posib
La mujer barbuda no lo tiene fácil. Su rareza queda a la vista de todos, como un estigma evidente, como una monstruosidad inocultable. ¿Quién la desposará? ¿Quién la tratará siquiera con respeto? ¿Quién le ofrecerá un empleo, aun en tiempos de supuesta bonanza? La mujer barbuda, harta de saberse escrutada por el rabillo del ojo, soltera y atropellada, en paro y sin subsidio, deja la calle de la amargura y se lanza a la plaza pública. Se monta una tarimita con cuatro tablones y anuncia a gritos su presencia: "¡La mujer barbuda, la mujer barbuda! ¡Niños, venid a tirarle de la barba! ¡Señoras, vengan a lamentar su adversa suerte! ¡Señores, vengan a revolverse en su silla, deseando ver lo que esconde debajo de la falda!". La mujer barbuda convoca multitudes. Les canta "Mi barba tiene tres pelos". O anima a las jovencitas piadosas a que la peinen con mimo. Si en el pueblo está establecido algún barbero que se precie de apurar el afeitado, se deja rasurar por él
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