La trompetilla

Escuchar va de capa caída. Quien presta oídos a las palabras que otros le dirigen pasa cada vez más por bicho raro. Quien encima atiende a la emoción o a la intención que preñan esas palabras es poco menos que un mutante, un ultrahumano, un superhéroe de la percepción.

La escucha, sin embargo, es una capacidad propia del hombre, perfectamente inherente a su simple condición humana. Una capacidad en vías de atrofia, si se quiere, pero potencialmente eficaz.

Nuestra reticencia a escuchar se ha exacerbado tanto que a duras penas oímos ya lo que sí querríamos. La atención no se enciende y apaga a voluntad. Cuando la cerrazón y el encastillamiento ya han hecho presa de uno, ¡que no pretenda entonces abrir sin más ni más el corazón y los sentidos a quien tiene delante! Llegado a ese punto, no habrá trompetilla –ese artilugio pintoresco de gran utilidad en otras épocas en que la gente todavía deseaba escuchar– que le asegure oír el alud o el tumulto o el rugido antes de que lo hayan devorado.


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