Pequeña jardinería

En el tiesto mayor de nuestro balcón crece con fiereza un acebo –boix grèvol, qué nombre tan bello–. Resiste la intemperie con descaro, luce brotes tiernos cada primavera sin que los antiguos parezcan envejecer, y alumbra esporádicamente alguna bolita encarnada que guardamos con la esperanza de que de ella nazca un nuevo acebo. Para arrancar una hoja seca o limpiar las malas hierbas que se le arriman debo usar guantes porque, aunque el acebo no asesta punzadas estridentes, es pródigo en arañazos disuasorios con los que siembra de líneas enrojecidas y de escozor las manos, hasta el menor pliegue.

Me acuclillo con la última luz de este domingo a contemplarlo. Me parece una planta prodigiosa: con sus hojas menudas acabadas en punta afilada da cobijo, al fondo del tiesto, a una espesa capa de musgo en invierno y a multitud de brotes inclasificables de primavera a otoño. Abundan, llegados de no se sabe dónde, unos pequeños tréboles tozudos que se enredan a conciencia entre sus ramitas para mantenerse a salvo. En mi ignorancia jardinera, yo los habría extirpado sin remordimientos hace días si el acebo, con su sola presencia, no los hubiese estado protegiendo. Hoy, los tréboles aparecían salpicados de presumidas y minúsculas flores blancas. La belleza, incluso la espontánea, precisa de un desarrollo que sólo se completa a base de tiempo, paciencia y protección.

Se sorprende nuestro amigo Joan cuando advierte la fiereza con que defendemos las condiciones que consideramos básicas para nuestra labor de creación de belleza –no sólo los requisitos económicos mínimos, sino la exigencia de respeto mutuo en cualquier relación profesional–. La mayor parte del trabajo la desempeñamos sin atender al precio ni a las infinitas horas que le dedicamos. Aun así, hay un lindar que no debe cruzarse. Cuando se aceptan condiciones indignas, cuando no cumplimos en lo contractual nuestra función de acebo, la obra de arte muta: incapaz de sobrevivir con toda su fragilidad y transparencia en este entorno hostil, renuncia a sus flores y se convierte en espinosa guardiana de sí misma.

Comentarios

  1. qué linda reflexión a partir del acebo, y qué acertada. mucha fuerza, fe y corazón firme para seguir alimentando la tierra fértil de la creación, y que brote prodigiosamente la belleza en el jardín de tu vida. besos.

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  2. Peregrina,

    Eso lo compartimos: el brío y la esperanza. ¡Viva la belleza y vivan los prodigios que nos trae el arte cada día!

    Besos de flor blanca.

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  3. en el acebo,n el roble,en la encina,es precioso ver el cambio entre las mismas propias hojas; como se transforman los punzantes espinos d las primeras hojas,en suaves e inofensivas un par d ramas más arriba,justo donde ya no alcanzan a morder los herviboros golosos ..q bonita metáfora,lllena d vida y color como esas bolitas rojas :)

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  4. Quien más, quien menos, todos estamos deseosos de dejarnos de espinas y revestirnos de ternura en cuanto sentimos que ya nada ni nadie amenaza...

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